He estado leyendo una novela de vampiros, pero tradicional, vamos, de Stephen King, porque siempre viene bien en verano dar un repaso, visitar y airear los sótanos. Aunque SK tardó bastantes páginas en darse cuenta, coincidimos en la solución final (no era tan difícil). Cuando algo se complica mucho hay que actuar con más celeridad. Pero esos pueblos que pinta SK son así, lentos, poco avispados. Siguen funcionando con aparente normalidad, mirando hacia otro lado, mientras los vampiros campan a sus anchas infectando sigilosamente a todos los ciudadanos, incluso a los más inteligentes. Ya solo ese escenario de dejadez da miedo en sus novelas.
Las calles de por aquí están empezando a parecerse un poco a esos pueblos. Hacía semanas que no caminaba por algunas de ellas y cuando vuelvo me encuentro que han levantado un mamotreto de enormes paneles blancos en cuatro días (una empresa de alimentación, origen alemán), y unas calles más allá, en un bonito solar rodeado de olivos, han colocado (construir no es la palabra) un barracón (es un barracón) en el centro, previa tala de los árboles que había en la parcela, con un vivo rótulo que indica algo sobre el pollo al estilo de Louisiana.
Cada vez nos acercamos más a la consunción, sin necesidad de sótanos ni de vampiros de libro. Asolamos impunemente nuestros alrededores para comer pollo de Louisiana o plantar grandes hipermercados que aseguren que no nos falte de nada, sea lo que sea la tontería que se nos antoje. Incontables negocios para que no podamos escapar, repetidos una calle tras otra, con sus colores estridentes y sus puertas siempre abiertas.
Ya han huido los pájaros y ya empieza a oler mal. Los vampiros, pensé, ese olor indescriptible que comenta S.K que es como el primer aviso de la imparable ruina. Y la gente sigue igual que siempre, como si no pasara nada.
Estoy pensando en una de esas ideas buenas que me ha dado Stephen, porque esto cada vez se parece más a uno de esos pueblos, pero a lo bestia.