A las cuatro:
Estuve leyendo un cuento de Cheever que, como todos sus cuentos, hablan de él, que, como cualquier escritor habla de sí mismo, simulando que habla de otras cosas cercanas.
Leí ese cuento con un cuchillo y una manzana, comiendo a veces, respirando a veces, deseando terminarlo para ver si, como todos sus cuentos, no terminaba nunca y dejaba a ese pobre hombre, marido rural, pobre animal, con la piel encogida, como siempre deja Cheever a todos los hombres que se han complicado la vida sin saber, como hizo él mismo con la suya, enmadejándola y esperando que la madeja solo se desenrollara tal y como él quisiera.
Los demás no cuentan.
Eso es Cheever: los demás no; solo uno.
El cuento era bueno, por supuesto, quizá buenísimo, quizá el mejor de todos como dijeron Navokov, Hemingway, etc, pero no se diferenciaba nada del resto de los suyos, el mismo personaje en el mismo barrio con la misma mujer, los mismos hijos, la misma casa los mismos amigos, el mismo choque brutal con la mujer joven y el amplio horizonte sin promesas al final: lo peor está por venir.
Esa es su grandeza, no consentir la más mínima desviación en sus variaciones y reunirnos a todos alrededor de ese pajar lleno de pulgas para que nos marchemos a casa bien infectados.